
Celebraban el final del curso y el patio del instituto era un ir y venir de adolescentes.
Apoyado en un árbol, él esperó a que ella apareciera.
Reconoció su menuda figura entre el gentío, observo su lento caminar avanzando hacia él.
Sin alzar la cabeza, la miraba mientras fingía estudiar física ¡qué guapa estaba aquel día con ese vestido de tirantas! ¡Qué guapa estaba todos los días daba igual lo que llevara! Tenía que decirle cuánto la quería, hoy era su última oportunidad Debía dejar atrás sus miedos.
Deseó por un momento ser esa carpeta a la que ella abrazaba.
Contempló la forma en que la brisa mecía su melena rojiza cosquilleando sus hombros desnudos. ¿Por qué llevaba siempre el pelo suelto? Por una vez, le hubiese gustado ver su rostro al completo. No importa, pensó, se conocía cada milímetro de su fisonomía. Furtivamente había cogido una fotografía del anuario escolar, eso ocurrió a principio de curso y siempre la llevaba en el bolsillo de la camisa, junto a su corazón.
Todas las noches la observaba, conocía cada lunar de su rostro, la infinidad de diminutos lunares que había intentado contar y que nunca daban un mismo resultado. La quería, ¡cuánto la quería! y era incapaz de decírselo… ¿Cómo iba a fijarse ella en un blanquecino gafotas como él?
Pasó de largo frente a él con la mirada baja, dejando tras de sí un inconfundible olor a fresa.
Hoy tampoco me ha mirado, se dijo ella. Me he puesto mi mejor vestido y ni siquiera se ha dado cuenta.
Lo observaba siempre que él no miraba, en clase, en el recreo, en los pasillos… ¡Qué guapo es! ¡Y qué alto! ¿Cómo puedo pensar si quiera que pueda fijarse en mí? En una muchacha bajita y pecosa
Le atraía todo de él, su pelo albino, sus ojos claros tras aquellas gafas que lo hacían parecer tan interesante. Le encantaba su sonrisa, era tan simpático con las demás chicas, no comprendía porqué a ella la ignoraba.
Quería decirle cuánto lo quería. Era el último día de clase, mañana tomarían rumbos diferentes. Sin embargo su cobardía siempre predominaba.
Caminaban cogidos de la mano, eternizando el paseo por el jardín.
- ¿He dicho hoy cuánto te quiero? – dijo él
- Creo que mil veces – respondió ella creando un gesto de complicidad.
- Aun no es suficiente – respondió el anciano.
Dos enfermeras contemplaban el ritual.
- ¿Siempre es así? – preguntó la más joven.
- Todos lo días desde hace un año – respondió la supervisora. – Ella llegó a la residencia hace tres, cuando recién tenía cumplidos los setenta y nueve. Se había quedado viuda y al no tener hijos estaba muy sola. Fue entonces cuando me confesó su historia.
Se enamoró de él en el instituto, pero su timidez impidió decirle nada. Cada uno siguió caminos distintos. Sin embargo ella jamás lo olvidó.
Imagínate la sorpresa cuando aquél día lo vio aparecer por la puerta. Ambos se reconocieron de inmediato. Sus miradas lo dijeron todo, comprendí que él también estuvo enamorado y que no la había conseguido olvidar.
Desde ese día caminan juntos cogidos de la mano. Dicen que tienen una deuda pendiente el uno con el otro. Se deben muchos “te quiero”, todos los que no se han dicho durante los sesenta y cuatro años que han estado separados.
Los ojos de la joven enfermera comenzaron a vidriarse mientras observó que tomaban asiento en un banco cerca de ellas.
- Te he dicho hoy cuánto te quiero – dijo la anciana.
- Mil veces pero no las suficientes- respondió él acariciando su mejilla.
Deseó por un momento ser esa carpeta a la que ella abrazaba.
Contempló la forma en que la brisa mecía su melena rojiza cosquilleando sus hombros desnudos. ¿Por qué llevaba siempre el pelo suelto? Por una vez, le hubiese gustado ver su rostro al completo. No importa, pensó, se conocía cada milímetro de su fisonomía. Furtivamente había cogido una fotografía del anuario escolar, eso ocurrió a principio de curso y siempre la llevaba en el bolsillo de la camisa, junto a su corazón.
Todas las noches la observaba, conocía cada lunar de su rostro, la infinidad de diminutos lunares que había intentado contar y que nunca daban un mismo resultado. La quería, ¡cuánto la quería! y era incapaz de decírselo… ¿Cómo iba a fijarse ella en un blanquecino gafotas como él?
Pasó de largo frente a él con la mirada baja, dejando tras de sí un inconfundible olor a fresa.
Hoy tampoco me ha mirado, se dijo ella. Me he puesto mi mejor vestido y ni siquiera se ha dado cuenta.
Lo observaba siempre que él no miraba, en clase, en el recreo, en los pasillos… ¡Qué guapo es! ¡Y qué alto! ¿Cómo puedo pensar si quiera que pueda fijarse en mí? En una muchacha bajita y pecosa
Le atraía todo de él, su pelo albino, sus ojos claros tras aquellas gafas que lo hacían parecer tan interesante. Le encantaba su sonrisa, era tan simpático con las demás chicas, no comprendía porqué a ella la ignoraba.
Quería decirle cuánto lo quería. Era el último día de clase, mañana tomarían rumbos diferentes. Sin embargo su cobardía siempre predominaba.
Caminaban cogidos de la mano, eternizando el paseo por el jardín.
- ¿He dicho hoy cuánto te quiero? – dijo él
- Creo que mil veces – respondió ella creando un gesto de complicidad.
- Aun no es suficiente – respondió el anciano.
Dos enfermeras contemplaban el ritual.
- ¿Siempre es así? – preguntó la más joven.
- Todos lo días desde hace un año – respondió la supervisora. – Ella llegó a la residencia hace tres, cuando recién tenía cumplidos los setenta y nueve. Se había quedado viuda y al no tener hijos estaba muy sola. Fue entonces cuando me confesó su historia.
Se enamoró de él en el instituto, pero su timidez impidió decirle nada. Cada uno siguió caminos distintos. Sin embargo ella jamás lo olvidó.
Imagínate la sorpresa cuando aquél día lo vio aparecer por la puerta. Ambos se reconocieron de inmediato. Sus miradas lo dijeron todo, comprendí que él también estuvo enamorado y que no la había conseguido olvidar.
Desde ese día caminan juntos cogidos de la mano. Dicen que tienen una deuda pendiente el uno con el otro. Se deben muchos “te quiero”, todos los que no se han dicho durante los sesenta y cuatro años que han estado separados.
Los ojos de la joven enfermera comenzaron a vidriarse mientras observó que tomaban asiento en un banco cerca de ellas.
- Te he dicho hoy cuánto te quiero – dijo la anciana.
- Mil veces pero no las suficientes- respondió él acariciando su mejilla.