16 dic 2011

La carta


A pesar de encontrarnos en pleno descampado y con el cielo cubriéndonos las cabezas, teníamos la sensación de estar metidos en la boca de un túnel.
Ocultos en las trincheras, llorábamos al escuchar las explosiones de algún lugar lejano en aquella tétrica noche. Creo que yo el que más, porque un día antes había recibido una carta en la que decía que moriría en veinticuatro horas, y el plazo terminaba justo dentro de cuatro. Era una extraña carta sin remitente. En ella decía algo sobre una enorme piedra sobre mi cabeza. Allí no había techo y el campo era de tierra roja. Aun así mantenía los ojos abiertos por si alguien se le ocurría lanzarme una, cosa improbable en aquella profunda zanja oculta a nuestros enemigos. Le di credibilidad a la carta únicamente porque unos meses antes, un compañero nos confesó haber recibido una carta en la que le decía que moriría de un disparo al día siguiente. Me burlé de él y todos nos reímos como posesos celebrando mi broma. Al día siguiente partíamos hacia el frente. El viaje duraría varios días por lo que era poco probable que recibiera un disparo antes de llegar a nuestro destino.
Fue de lo más tonto. El tren dio un repentino frenazo,  a alguien se le cayó el fusil al suelo, se disparó, y la bala  atravesó el corazón del tipo que había recibido la carta. Ahora, esa misma carta la había recibido yo, y estaba muerto de miedo ¿sería casualidad o una broma macabra?
Mi vejiga iba a estallar, no quería abandonar mi posición pero allí era imposible vaciarla; éramos muchos compañeros juntos. Habíamos hecho un surco paralelo con una separación de metro y medio, era allí dónde teníamos que ir para las necesidades fisiológicas, el olor nos llegaba, pero no lo teníamos en nuestros pies.
Me decidí, aun faltaba algo más de tres horas para que se cumpliera el plazo, tiempo suficiente para ir y volver, suponiendo que se cumpliera justo a las veinticuatro horas. No quería estar solo en ese momento, y además, los disparos de nuestros enemigos no cesaban.
Arrastrándome como una lagartija, entré en el agujero sin dejar de mirar en todas direcciones.
De repente, la tranquilidad y el silencio se adueñaron de la noche, por un segundo pensé que se debía a mi desahogo, pero en seguida me di cuenta que era porque los disparos habían cesado de repente ¿nuestros enemigos se habían quedado sin balas? ¿había terminado la guerra? Alcé la cabeza para mirar por encima del muro cuando una voz a mi espalda, me dejó paralizado.
- Hola, Cristóbal - la voz parecía proceder de las profundidades.
Con los músculos agarrotados por el miedo, comencé a dar la vuelta muy lentamente. No obstante, al ver al personaje que estaba frente a mí, las piernas se me volvieron de gelatina y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no caer y darme de bruces contra la porquería.
- ¿Recibiste la carta? – añadió la fría voz al tiempo que jugaba con una piedra entre sus manos.
- ¿Quién… quién es usted? – la voz apenas salía de mi garganta.
No podía dejar de mirar la inapropiada y absurda vestimenta del tipo que estaba delante de mí. ¿Qué hacía allí un tipo vestido con traje y corbata? Aquello era una guerra, nosotros pertenecíamos a la avanzadilla y estábamos en primera fila, ¡por el amor de Dios! aquel tipo vestía para un coctel. ¿Y cómo sabía lo de la carta? Yo no se lo había contado a nadie.
Mis ojos seguían el juego de la piedra en las manos del desconocido, ahora en la derecha, ahora en la izquierda.
- Eres uno de los pocos privilegiados a los que se les concede el Don de saber el día exacto de su final – añadió con una sonrisa ladina – soy un mensajero del diablo y estoy aquí para concederte un último deseo antes de morir.
- Pero, ¿Por qué yo?
- Eres cobarde, envidioso, egoísta, y en tu vida has hecho muchas malas acciones. Eres uno de los nuestros, un mal bicho que jamás ha tendido una mano a nadie. Mi amo está muy satisfecho de tu paso por la tierra y quiere llevarte con él para que seas su siervo durante la eternidad.

Lo que decía aquel sujeto era cierto, nunca sentí empatía por nadie, pero eso no significaba que fuera malo, simplemente mi lema es, no dar nada si no se recibe algo a cambio. Que cada cual se ayude a sí mismo.
En el colegio fui el abusón de la clase. ¿Y por qué no? si los demás niños eran tontos, tonto sería yo si no hubiese aprovechado mi superioridad, era más fuerte, más listo y menos blando que mis compañeros. Mi madre intentó por todos los medios llevarme, según ella, por el buen camino. Sin embargo a mí nadie me manda, me gusto tal y cómo soy, y así se lo dejé claro a ella. Aunque naturalmente, fue por las malas, y he de confesar que por primera vez en mi vida, me resultó incómodo ser tan brusco. Después de todo… había sido mi madre.
Nadie me culpó, soy demasiado inteligente como para dejar cabos sueltos. Tras aquel episodio de mi vida, decidí entrar en el ejército. En una guerra se puede matar, torturar, y ser cruel, sin temor de ir a la cárcel por ello.

- Bien, ¿qué respondes? – me preguntó el enviado del diablo – ten en cuenta que no puedes anular la carta.
Sopesé la propuesta. Si no podía anular la carta, de nada servía que pidiera dinero o lujos. Tras unos segundos, tuve una idea.
- ¿Puedo pedir lo que quiera? – pregunté. El hombre asintió con la cabeza. – Entonces quiero ser inmortal, y que reyes y presidentes de todos los países se postren a mis pies.
El trajeado individuo, se quedó callado, cerró los ojos como si escuchara en su interior. Soltó la piedra, asintió y me miró.
- Mi amo está de acuerdo. Pero tendrás que darle tu alma y servirle para la eternidad.
- De acuerdo, de acuerdo – dije con impaciencia antes de que se arrepintiera, si él cumple su parte, yo cumpliré la mía.
- Él siempre cumple lo que promete. Ahora márchate a tu puesto.
Miré a mi espalda, el ruido de los disparos había comenzado de nuevo. Cuando volví la vista al sujeto, éste había desaparecido. Decidí comprobar si era cierto que me había vuelto inmortal y para eso extraje del cinturón, mi cuchillo. La mano me temblaba, y el miedo me hacía dudar de lo que iba a hacer, pero no había más remedio. Cerré los ojos, y con decisión corté de un solo tajo las venas de mi muñeca. No podía pasarme nada puesto que mis compañeros estaban muy cerca y me curarían la herida, si mi plan no salía bien.
Con sorpresa, comprobé que la herida se cerró tan rápido como yo la había abierto. Era inmortal, el demonio había cumplido su trato.
Pasé de una trinchera a otra con una sonrisa de satisfacción. ¿De verdad el diablo había aceptado mi deseo? No podía creer que hubiese sido más listo que él. Si aceptaba concederme la inmortalidad, eso significaba que lo que decía la carta no se cumpliría. Por lo menos, no esa noche, porque para conseguir que los reyes se postrasen a mis pies, debería hacer algo importante, y eso no se consigue en hora y media que era lo que me quedaba. Volví a leer la carta, sólo por si había cambiado algo. Pero no, en ella seguía mostrando la misma fecha que cuando la recibí, 10 de marzo de 1937.
Miré a todos mis compañeros, eran casi niños y estaban muertos de miedo. Me puse de pie y grité que atacáramos, que los cogeríamos por sorpresa y caerían todos. Claro que mi idea no era esa. Mi idea era atacar, sería casi un suicidio, muchos, o todos los míos caerían, pero daba lo mismo, porque eso sería daño colateral. La idea era que yo salvaría a unos pocos, me convertiría en un héroe. No tendrían más remedio que darme una medalla al valor y los reyes y presidentes se postrarían a mis pies. Fácil, me sentía la persona más inteligente del mundo, incluso había logrado engañar al diablo.
Tras un discurso de más de media hora, en el que me explayé en lo del honor, lo del valor y todas esas chorradas, los convencí para salir al ataque. Yo iría el primero, naturalmente.
Antes de llegar a nuestro cometido, una fuerte explosión unida a una luz cegadora, nos envolvió. Todo quedó en silencio y la oscuridad calló sobre nosotros.
No sé cuánto tiempo permanecí en aquella negrura, ¿había muerto? Al final, el diablo no había cumplido su palabra, sólo me quedaba el consuelo de que él, jamás tendría mi alma.
Un día, la luz se abrió camino hacia mí, escuché voces aunque no podía poner en claro lo que decían. Quizás no estaba muerto, sólo herido y me estaba despertando. Tiempo después, la oscuridad volvió. ¿Pero qué era aquello? ¿Qué juego era aquél?
- Hola, Cristóbal – esta vez, no era el tipo trajeado. En su lugar vi una imagen dantesca. Un ser enorme, rojo, con pezuñas y cuernos. – Vengo a saldarme la cuenta. Quiero tu alma.
- Tú no has cumplido tu trato – dije.
- Te equivocas. Querías ser inmortal, que Reyes y presidentes se postrarán a tus pies. Has obtenido lo que pediste y quiero mi recompensa.
- No has cumplido. ¡Estoy muerto!
- ¿Quieres comprobarlo? – dijo, y añadió sin esperar respuesta – Acompañame.
Sentí que me elevaba pero cuando miré hacia abajo, vi mi cuerpo esquelético quedarse allí. Cerré los ojos con fuerza pensando que era una pesadilla.
- Mira – me indicó la bestia – ahí tienes lo que querías.
Un pánico exagerado se adueñó de mí. Sentí ganas de llorar, aunque no podía hacerlo, de gritar, y tampoco puede articular el más mínimo sonido. El diablo había cumplido su trato, y ahora, yo, debía cumplir el mío.
Allí abajo estaban todos, reyes, príncipes, generales y presidentes, rindiendo honores ante una enorme piedra transformada en obelisco. Unos soldados colocaban una corona de laurel frente a una losa en la que pude leer: Monumento en homenaje a todos los soldados anónimos muertos durante la guerra.

13 dic 2011

El viaje


Claudia subió las escaleras tan aprisa como sus piernas le permitieron, estaba segura de que su abuelo la estaría esperando en el cuarto de los juguetes. Con sonrisa traviesa, asomó su pequeña cabecita por el umbral de la puerta, quería asustarlo como solía hacer a diario. No lo encontró. Desilusionada, se dirigió a la pequeña tienda de campaña que era el lugar preferido de ambos. Qué extraño, el abuelo siempre la esperaba allí. Solían meterse dentro, donde él le contaba cuentos, y algunas historias de cuando era pequeño. Le hablaba de sus amigos, de sus gamberradas, de sus juegos, sobre todo de sus juegos; eran tan divertidos.

Un día propuso en el colegio jugar a “matar”. La profesora se llevó las manos en la cabeza.

- Ese juego es muy violento – respondió.

- Pero, Seño, si es un juego muy chulo – respondió desilucionada.

La niña intentó explicar el juego lo mejor que pudo.

- Verá, señorita. Se colocan dos equipos, uno frente al otro y en medio se pinta una línea. Con una pelota, hay que intentar darle a un jugador del equipo contrario, el otro debe esquivarla. A quién le da la pelota es descalificado y gana el equipo que “mate” a todos los jugadores del bando contrario.

No consiguió convencer a la maestra, que seguía insistiendo en que era un juego muy agresivo y que se podían hacer daño. Además, sólo el nombre del juego, decía, era ya motivo suficiente para desaconsejarlo. No lo podía entender, parecía tan divertido cuando el abuelo lo contaba…

Escuchó un ruido en la puerta y asomó la cabeza – Ya está ahí – se dijo. Pero no era él. Se trataba de “bandido”. Un pequeño chucho (el padre de Claudia no había podido averiguar su raza) que habían recogido, hacía cinco años, en una gasolinera cuando era sólo un cachorro, ella tenía dos por entonces. Lo habían visto salir de allí con un pequeño dulce entre sus colmillos, seguramente, robado en un descuido del dueño de la gasolinera. Les había hecho gracia, y tras comprobar que no tenía dueño, lo adoptaron. El abuelo le puso el nombre.

- ¿Tú también buscas al abuelo? - bandido la miró con sus ojos oscuros. Avanzó con tranquilidad entrando en el escondite de la niña, y tras un largo bostezo, se echó a su lado.

-Tendré que ir a preguntarle a mamá, es extraño que el abuelo no aparezca por aquí aunque… - de pronto se quedó callada. El animal, que hasta ese momento la había ignorado, levantó la cabeza para mirarla. Dos segundos después, volvió a su siesta.

Claudia había recordado que el abuelo le dijo una vez, que algún día tendría que hacer un viaje muy largo, una aventura fantástica que todos los abuelos debían hacer tarde o temprano. Le puso de ejemplo, Don Quijote de la Mancha. Un cuento que él repetía mucho, pues era su preferido. La historia trataba de un abuelo que salía a buscar aventura. Luchaba con molinos que confundía con gigantes, con ovejas a las que creía soldados... la niña reía divertida cuando su compañero de juegos le relataba cada capítulo con movimientos teatrales. Y al final, el abuelo, siempre le decía que leyera el libro cuando fuese lo suficiente mayor para entender la historia.

No quería ponerse triste, sobre todo porque se lo había prometido. Miró a través del cristal de la ventana. El sol se retiraba a dormir y los últimos rayos se reflejaban en el prisma que había colgado en la ventana, le dio un toque con la mano y los pequeños cristales comenzaron a moverse. En seguida, las paredes se llenaron de pequeñas hadas de colores que jugaban al corre que te pillo las unas con las otras. Su abuelo le decía que tenía que utilizar la imaginación, y para eso, nada mejor que leer mucho. Le hizo prometer que leería muchos libros.

- Cuantos más libros leas – le decía – más historias fantásticas podrás contar cuando seas mayor y tengas hijos, y luego nietos.

El abuelo era muy listo.

- Claudia – la voz de su madre la sacó de sus pensamientos - ¿puedes venir un momento, por favor?

- ¿Sabes dónde está el abuelo, mami?

- Ven al salón, Papá y yo te lo explicaremos – dijo al tiempo que le ofrecía la mano a su hija. La niña fue a su lado, escondiendo sus pequeños dedos entre los de su madre.

- ¿Se ha marchado el abuelo a recorrer aventuras?

-¿Qué?

- Nada, nada. – respondió nerviosa – es un juego.

- Vamos, papá está esperando.

Al entrar en el salón, Claudia vio a su padre sentado en el sofá, la tele estaba apagada y al igual que su madre, él también parecía triste. Las dos tomaron asiento a su lado.

- Claudia, – comenzó diciendo el cabeza de familia – el abuelo se ha puesto muy malito, lo hemos tenido que dejar en el hospital. Por suerte, únicamente ha sido un susto.

La niña se puso de pie colocándose frente a sus padres, sonrió al hablar.

- No estéis tristes, el abuelo sólo ha salido a librar su primera batalla. Por suerte, el cuento de Don Quijote es muy gordo.

7 dic 2011

La cosa


Un escalofrío ha recorrido mi espalda cuando al darle al interruptor de la luz, este no ha funcionado. Probé con el de la cocina y el dormitorio obteniendo el mismo resultado. De repente, el pánico se ha apoderado de mí, sé que el primer paso que da la bestia, o la cosa como la llaman todos, es dejar a sus presas sin el suministro eléctrico. En silencio, intento orientarme con las manos para llegar al sofá y acurrucarme en una esquina. No me atrevo a encender una vela, tengo la esperanza de que el silencio y la oscuridad sean mis cómplices y den a entender que la casa está vacía. Aunque sé que no hay nada que hacer, si viene a por ti, no tienes escapatoria.

Hace tiempo que ronda este barrio, antes lo había hecho en otros. La cosa, no tiene compasión con nadie.

Intentan tranquilizarnos, las autoridades nos dicen que lo tienen controlado y que hacen todo lo posible para acabar con ella. Pero no es así y lo sabemos. Cuando la cosa ataca a una familia, porque suele abalanzarse cuando están todos en casa, ellos, los que pueden hacer algo para salvarnos, se limitan a ocultarnos la gravedad del asunto.

No estoy seguro de cuánto tiempo llevo en la misma postura. De pronto unos gritos rompe el silencio. La conozco, es la voz de mi vecina de abajo.

- ¡No, por favor son niños! ¡Solo son niños!

Aunque me duela, tengo que dar gracias a Dios que mi familia me abandonara hace unos meses. Y ya que estoy, rezo para que la bestia pase de largo y no venga a por mí.

El edificio ha quedado en silencio, aunque parece que escucho unos pasos subiendo las escaleras. No puedo más y lloro como un niño. El temblor de mis piernas me impide salir corriendo; sé que es el fin.

Escucho unos porracitos tras la puerta seguidos por golpes violentos, a continuación, la puerta estalla.

Allí, acercándose con violencia, está la sombra de la crisis, la bestia del desahucio ha venido a por mí. Y a partir de esta noche, tendré que dormir a la intemperie.