
A pesar de encontrarnos en pleno descampado y con el cielo cubriéndonos las cabezas, teníamos la sensación de estar metidos en la boca de un túnel.
Ocultos en las trincheras, llorábamos al escuchar las explosiones de algún lugar lejano en aquella tétrica noche. Creo que yo el que más, porque un día antes había recibido una carta en la que decía que moriría en veinticuatro horas, y el plazo terminaba justo dentro de cuatro. Era una extraña carta sin remitente. En ella decía algo sobre una enorme piedra sobre mi cabeza. Allí no había techo y el campo era de tierra roja. Aun así mantenía los ojos abiertos por si alguien se le ocurría lanzarme una, cosa improbable en aquella profunda zanja oculta a nuestros enemigos. Le di credibilidad a la carta únicamente porque unos meses antes, un compañero nos confesó haber recibido una carta en la que le decía que moriría de un disparo al día siguiente. Me burlé de él y todos nos reímos como posesos celebrando mi broma. Al día siguiente partíamos hacia el frente. El viaje duraría varios días por lo que era poco probable que recibiera un disparo antes de llegar a nuestro destino.
Fue de lo más tonto. El tren dio un repentino frenazo, a alguien se le cayó el fusil al suelo, se disparó, y la bala atravesó el corazón del tipo que había recibido la carta. Ahora, esa misma carta la había recibido yo, y estaba muerto de miedo ¿sería casualidad o una broma macabra?
Mi vejiga iba a estallar, no quería abandonar mi posición pero allí era imposible vaciarla; éramos muchos compañeros juntos. Habíamos hecho un surco paralelo con una separación de metro y medio, era allí dónde teníamos que ir para las necesidades fisiológicas, el olor nos llegaba, pero no lo teníamos en nuestros pies.
Me decidí, aun faltaba algo más de tres horas para que se cumpliera el plazo, tiempo suficiente para ir y volver, suponiendo que se cumpliera justo a las veinticuatro horas. No quería estar solo en ese momento, y además, los disparos de nuestros enemigos no cesaban.
Arrastrándome como una lagartija, entré en el agujero sin dejar de mirar en todas direcciones.
De repente, la tranquilidad y el silencio se adueñaron de la noche, por un segundo pensé que se debía a mi desahogo, pero en seguida me di cuenta que era porque los disparos habían cesado de repente ¿nuestros enemigos se habían quedado sin balas? ¿había terminado la guerra? Alcé la cabeza para mirar por encima del muro cuando una voz a mi espalda, me dejó paralizado.
- Hola, Cristóbal - la voz parecía proceder de las profundidades.
Con los músculos agarrotados por el miedo, comencé a dar la vuelta muy lentamente. No obstante, al ver al personaje que estaba frente a mí, las piernas se me volvieron de gelatina y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no caer y darme de bruces contra la porquería.
- ¿Recibiste la carta? – añadió la fría voz al tiempo que jugaba con una piedra entre sus manos.
- ¿Quién… quién es usted? – la voz apenas salía de mi garganta.
No podía dejar de mirar la inapropiada y absurda vestimenta del tipo que estaba delante de mí. ¿Qué hacía allí un tipo vestido con traje y corbata? Aquello era una guerra, nosotros pertenecíamos a la avanzadilla y estábamos en primera fila, ¡por el amor de Dios! aquel tipo vestía para un coctel. ¿Y cómo sabía lo de la carta? Yo no se lo había contado a nadie.
Mis ojos seguían el juego de la piedra en las manos del desconocido, ahora en la derecha, ahora en la izquierda.
- Eres uno de los pocos privilegiados a los que se les concede el Don de saber el día exacto de su final – añadió con una sonrisa ladina – soy un mensajero del diablo y estoy aquí para concederte un último deseo antes de morir.
- Pero, ¿Por qué yo?
- Eres cobarde, envidioso, egoísta, y en tu vida has hecho muchas malas acciones. Eres uno de los nuestros, un mal bicho que jamás ha tendido una mano a nadie. Mi amo está muy satisfecho de tu paso por la tierra y quiere llevarte con él para que seas su siervo durante la eternidad.
Lo que decía aquel sujeto era cierto, nunca sentí empatía por nadie, pero eso no significaba que fuera malo, simplemente mi lema es, no dar nada si no se recibe algo a cambio. Que cada cual se ayude a sí mismo.
En el colegio fui el abusón de la clase. ¿Y por qué no? si los demás niños eran tontos, tonto sería yo si no hubiese aprovechado mi superioridad, era más fuerte, más listo y menos blando que mis compañeros. Mi madre intentó por todos los medios llevarme, según ella, por el buen camino. Sin embargo a mí nadie me manda, me gusto tal y cómo soy, y así se lo dejé claro a ella. Aunque naturalmente, fue por las malas, y he de confesar que por primera vez en mi vida, me resultó incómodo ser tan brusco. Después de todo… había sido mi madre.
Nadie me culpó, soy demasiado inteligente como para dejar cabos sueltos. Tras aquel episodio de mi vida, decidí entrar en el ejército. En una guerra se puede matar, torturar, y ser cruel, sin temor de ir a la cárcel por ello.
- Bien, ¿qué respondes? – me preguntó el enviado del diablo – ten en cuenta que no puedes anular la carta.
Sopesé la propuesta. Si no podía anular la carta, de nada servía que pidiera dinero o lujos. Tras unos segundos, tuve una idea.
- ¿Puedo pedir lo que quiera? – pregunté. El hombre asintió con la cabeza. – Entonces quiero ser inmortal, y que reyes y presidentes de todos los países se postren a mis pies.
El trajeado individuo, se quedó callado, cerró los ojos como si escuchara en su interior. Soltó la piedra, asintió y me miró.
- Mi amo está de acuerdo. Pero tendrás que darle tu alma y servirle para la eternidad.
- De acuerdo, de acuerdo – dije con impaciencia antes de que se arrepintiera, si él cumple su parte, yo cumpliré la mía.
- Él siempre cumple lo que promete. Ahora márchate a tu puesto.
Miré a mi espalda, el ruido de los disparos había comenzado de nuevo. Cuando volví la vista al sujeto, éste había desaparecido. Decidí comprobar si era cierto que me había vuelto inmortal y para eso extraje del cinturón, mi cuchillo. La mano me temblaba, y el miedo me hacía dudar de lo que iba a hacer, pero no había más remedio. Cerré los ojos, y con decisión corté de un solo tajo las venas de mi muñeca. No podía pasarme nada puesto que mis compañeros estaban muy cerca y me curarían la herida, si mi plan no salía bien.
Con sorpresa, comprobé que la herida se cerró tan rápido como yo la había abierto. Era inmortal, el demonio había cumplido su trato.
Pasé de una trinchera a otra con una sonrisa de satisfacción. ¿De verdad el diablo había aceptado mi deseo? No podía creer que hubiese sido más listo que él. Si aceptaba concederme la inmortalidad, eso significaba que lo que decía la carta no se cumpliría. Por lo menos, no esa noche, porque para conseguir que los reyes se postrasen a mis pies, debería hacer algo importante, y eso no se consigue en hora y media que era lo que me quedaba. Volví a leer la carta, sólo por si había cambiado algo. Pero no, en ella seguía mostrando la misma fecha que cuando la recibí, 10 de marzo de 1937.
Miré a todos mis compañeros, eran casi niños y estaban muertos de miedo. Me puse de pie y grité que atacáramos, que los cogeríamos por sorpresa y caerían todos. Claro que mi idea no era esa. Mi idea era atacar, sería casi un suicidio, muchos, o todos los míos caerían, pero daba lo mismo, porque eso sería daño colateral. La idea era que yo salvaría a unos pocos, me convertiría en un héroe. No tendrían más remedio que darme una medalla al valor y los reyes y presidentes se postrarían a mis pies. Fácil, me sentía la persona más inteligente del mundo, incluso había logrado engañar al diablo.
Tras un discurso de más de media hora, en el que me explayé en lo del honor, lo del valor y todas esas chorradas, los convencí para salir al ataque. Yo iría el primero, naturalmente.
Antes de llegar a nuestro cometido, una fuerte explosión unida a una luz cegadora, nos envolvió. Todo quedó en silencio y la oscuridad calló sobre nosotros.
No sé cuánto tiempo permanecí en aquella negrura, ¿había muerto? Al final, el diablo no había cumplido su palabra, sólo me quedaba el consuelo de que él, jamás tendría mi alma.
Un día, la luz se abrió camino hacia mí, escuché voces aunque no podía poner en claro lo que decían. Quizás no estaba muerto, sólo herido y me estaba despertando. Tiempo después, la oscuridad volvió. ¿Pero qué era aquello? ¿Qué juego era aquél?
- Hola, Cristóbal – esta vez, no era el tipo trajeado. En su lugar vi una imagen dantesca. Un ser enorme, rojo, con pezuñas y cuernos. – Vengo a saldarme la cuenta. Quiero tu alma.
- Tú no has cumplido tu trato – dije.
- Te equivocas. Querías ser inmortal, que Reyes y presidentes se postrarán a tus pies. Has obtenido lo que pediste y quiero mi recompensa.
- No has cumplido. ¡Estoy muerto!
- ¿Quieres comprobarlo? – dijo, y añadió sin esperar respuesta – Acompañame.
Sentí que me elevaba pero cuando miré hacia abajo, vi mi cuerpo esquelético quedarse allí. Cerré los ojos con fuerza pensando que era una pesadilla.
- Mira – me indicó la bestia – ahí tienes lo que querías.
Un pánico exagerado se adueñó de mí. Sentí ganas de llorar, aunque no podía hacerlo, de gritar, y tampoco puede articular el más mínimo sonido. El diablo había cumplido su trato, y ahora, yo, debía cumplir el mío.
Allí abajo estaban todos, reyes, príncipes, generales y presidentes, rindiendo honores ante una enorme piedra transformada en obelisco. Unos soldados colocaban una corona de laurel frente a una losa en la que pude leer: Monumento en homenaje a todos los soldados anónimos muertos durante la guerra.